lunes, 14 de noviembre de 2016

El tiempo pasa...

Veo a mis hijas con unos amigos, todos de alrededor de diez años, haciendo un "picnic" en la plazoleta del pasaje, pequeño oasis bucólico en medio de la ciudad. Los escucho reír y conversar, mientras tomo un café en el jardín de la casa, y trato de avanzar en la lectura de "La mancha humana". Por un momento recuerdo (hasta donde eso es posible), mi vida a los diez años. Cursaba quinto básico (como mi hija mayor), y tenía también un grupo de amigos con los que salíamos a recorrer la ciudad. A veces caminando, a veces todos en bicicleta. Por esas veleidades de la memoria (que me perdone don Sigmund tamaña herejía, pues de seguro existe una explicación para cada recuerdo), de esa época me quedó especialmente grabada una ocasión en que fuimos a visitar a nuestra profesora, a su casa (estaba con licencia médica y no la habíamos visto durante algunas semanas). Se trataba de una mujer algo seria pero cariñosa en el fondo, lo que todos parecíamos notar. Llegamos sin previo aviso, unos ocho o diez muchachos, y ella tuvo la amabilidad de recibirnos y darnos bebida y galletas. No recuerdo más de aquella visita, hablamos con ella un rato, luego nos fuimos. Tengo la idea que se trató de un buen día.
Al recordar aquella época y oír las conversaciones de mis hijas, pienso en un hecho bastante simple pero no menos significativo: a partir de cierta edad, los seres humanos tenemos siempre la idea de que "la edad justa" o "normal", es precisamente la nuestra. No me refiero a conformidad con la misma. Probablemente muchas personas anhelarían tener una edad distinta a la que tienen, pero en su representación psíquica del mundo, son los demás los que están en una etapa "ajena".
Por ejemplo, yo debo ser para los niños del pasaje un señor algo viejo, que se sienta en su antejardín a leer y escribir. Alguien ajeno a su mundo, que muy probablemente no "está al día" con la música o los videojuegos de moda. La profesora a la que fuimos a visitar en aquella ocasión, debe haber tenido aproximadamente mi edad actual, y para mí era una persona que habitaba un mundo extraño, el de los adultos, seres más bien pasivos que se entretenían conversando, que no salían a la calle a jugar, no veían dibujos animados ni andaban en bicicleta... Algunas mujeres parecían divertirse regando su jardín, o simplemente tomando té con una amiga... Extraño mundo en realidad!
Regreso de esta divagación y presto atención a la escena del pasaje nuevamente. Miro a mis hijas con sus amigos, y por un momento me siento de su edad... es como si viera con extrañeza al señor aquel que puede pasar largas horas sentado en el jardín de su casa. Como siempre, estos "extrañamientos" duran apenas un par de segundos, luego el mundo se reordena y regreso a mi presente. Miro a los niños con ternura. Pienso que habitan un mundo colorido y maravilloso, que  más pronto que tarde desaparecerá, puesto que les falta tanto por crecer y avanzar.
Vuelvo entonces a Philip Roth, y a los vaivenes existenciales de Coleman Silk, el que seguramente -si pudiera verme- pensaría también: "es solo un muchacho... le falta tanto por vivir".

viernes, 4 de noviembre de 2016

Bolaño otra vez...

Luego de la prematura muerte de Roberto Bolaño, comenzaron a aparecer sucesivos libros que los albaceas iban "descubriendo" al revisar sus manuscritos (El tercer Reich, Los sinsabores del verdadero policía, El secreto del mal, La universidad desconocida). Esto me produjo la lógica sospecha de que el mercado editorial estaba intentando pasarnos gato por liebre, aprovechando la creciente celebridad póstuma de Bolaño para imprimir en elegantes ediciones de Anagrama hasta sus listas de compra. Siempre hay mercado para eso. Los fanáticos de algún escritor muerto (de la persona, no de la obra), son una demostración palmaria de la humana necesidad de buscar ídolos ante los cuales postrarse. Si la anterior afirmación le parece exagerada, le invito a visitar alguna de las casas de Neruda, donde los guías nos explican con arrobamiento cómo el poeta cepillaba sus dientes o hacía el nudo de la corbata.
                            
Para salir de dudas aproveché los recientes feriados y me apliqué a la lectura de "El espíritu de la ciencia ficción", la última entrega póstuma de Bolaño (hasta el momento, porque los albaceas siguen hurgando manuscritos), en una hermosa edición de Alfaguara.
A poco andar, olvidé mis desconfianzas con el mundillo editorial, y me hallé sumergido en el cautivante universo bolañesco. Ahí estaba esa tribu de escritores urbanos que tienen asumido su destino aunque no hayan publicado en su vida, y se limiten a leer sus poemas en pequeños cenáculos ubicados en los rincones más inverosímiles; ahí está la redención cultural de lugares y paisajes, como algún antiguo galpón ubicado en el pueblo de "Santa Bárbara", al sur de Chile, donde funciona una oculta facultad de la Universidad desconocida, llamada "Academia de la papa" o de la patata...
Sobre todo, encontré una vez más aquello que me deslumbró en "Los detectives salvajes", una extraña mezcla entre rupturismo cultural y sapiencia decimonónica, un ambiente cargado de locura y de inteligencia a la vez. Quizá una manifestación esperable de la propia naturaleza del autor, que a ratos podía parecer un hippie desencantado, pero que no lograba ocultar la mirada omnicomprensiva de un "pater familia" viejo y sabio.
A estas alturas no sé si "El espíritu de la ciencia ficción" es un buen libro, pero como diría un buen amigo: es Bolaño.