Sábado 11 de agosto de 2012. A la hora
del ocaso, sobre un avión, en algún punto entre Punta Arenas y Puerto Montt.
Esto no está fácil de escribir (como
muchas veces, ahora que lo pienso), pero debo hacer el intento. (Muchas cosas
me resultan difíciles, más de lo que quienes me rodean se imaginan, pero he ido
aprendiendo a afrontar mis limitaciones con esfuerzo y a ratos resignación).
La situación es más o menos la siguiente:
anteayer me tocó exponer ante un numeroso auditorio de autoridades políticas
acerca de un proyecto de ley relacionado con los temas en que trabajo. Fui
presentado por un colega de manera bastante pomposa para mi gusto, como
“Director Jurídico…, Profesor Universitario…, y una de las personas que más
sabe…” bla, bla, bla. Comencé diciendo, para distender el ambiente: “la verdad
es que yo no soy todo lo que dice este señor, y sencillamente trataré de llevar
adelante en la mejor forma posible la exposición que nos convoca”. Algo así.
Sin embargo, a la larga sirvieron las palabras iniciales del presentador, ya
que hubo algunos asistentes que intentaron boicotear mi alocución, con lo que
pude –además de argumentar-, recurrir a aquella falacia que normalmente
denuncio en otros, el “argumento de autoridad”.
Pero quiero llegar a otra cosa.
En eventos como éste, al que asisten
importantes autoridades de gobierno (una de las cuales duerme plácidamente en
este instante a dos asientos del mío), puede uno darse cuenta de los procesos
de “construcción de identidad” a partir del poder. Cómo, seres humanos más bien
comunes y silvestres, que por diversos motivos han llegado a ocupar posiciones
de poder, van internalizando el “cargo”, como una especie de segunda
naturaleza.
Ahora bien, no estoy pensando en la
caricatura del funcionario arrogante que menosprecia todo lo que no forme parte
de su pequeño terruño de influencia, no! Incluso quienes se muestran afables y
dispuestos al diálogo, en su gran mayoría tienen un sentimiento muy profundo de
“ser diferentes”. Algo así como la versión contemporánea de los títulos
nobiliarios. Es algo sutil pero notorio para cualquier observador que conozca un poco la naturaleza humana.
En mi caso, la conciencia siempre presente de
nuestra naturaleza caída, de la depravación total de la raza humana, me hace
notar con especial atención el autoengaño circundante (en el que milité por
mucho tiempo, claro, y del que aún debo sacudirme cada cierto tiempo), la
facilidad con que el ser humano cree ser “Muy Importante” (o “buenos”, en el
caso de los religiosos que insisten en creer que tienen algún mérito).
Pero hay más.
Anoche, solo en el hotel “Los Navegantes”
en Punta Arenas, escuché una vez más la entrevista hecha por
Cristián Warnken a Roberto Bolaño en la Feria del Libro del año 1999. En ella, el bueno de Bolaño (primo hermano de mi amiga Alana, dicho sea de paso,
pero esa es otra historia), reflexiona más o menos lo mismo que venía señalando
más arriba, pero a propósito de los escritores. Bolaño, en una actitud que no
puedo menos que elogiar y calificar de lúcida, se maravilla de que
prácticamente todos quienes comparten con él el oficio de escritores, creen
estar embarcados en una empresa portentosa. En circunstancias que se trata
–según él- de una labor mísera. A Bolaño esto le parece evidente, pero mira a
su alrededor y sólo ve sujetos convencidos de la absoluta magnanimidad de su
labor de escritores.
Cito textual:
“…el oficio de escritor es un oficio
bastante miserable, practicado por gente que está convencida de que es un
oficio magnífico… hay en ello un equívoco bestial, y no sé cómo no se dan
cuenta. El oficio de escribir es un oficio poblado de canallas, eso más o menos
todo el mundo lo intuye, pero es que además está poblado de tontos, que no se
dan cuenta de la fragilidad inmensa, de lo efímero que es lo que hacen… Yo
puedo estar con 20 escritores de mi generación, y todos están convencidos de
que son buenísimos, y de que van a perdurar. Eso, aparte de un acto de soberbia
enorme, es de una ignorancia bestial”.
Al parecer el mismo fenómeno ocurre en
diversos ámbitos.
Con todo esto flotando en mi ánimo como
telón de fondo, se me ocurrió hace unos momentos escuchar en mi mp3 la “Suite
Nº 3 en D Mayor” de Bach, y mirar por la ventanilla del avión las nubes bajo
nosotros. Quien haya visto esa especie de infinita alfombra de algodón teñida
de rojo por el sol del ocaso, podrá hacerse una idea del terremoto interno
que me produjo. Por un momento, pude exclamar
con el salmista:
“¡Oh Jehová, Señor nuestro, Cuán glorioso
es tu nombre en toda la tierra! Has puesto tu gloria sobre los cielos; De la
boca de los niños y de los que maman, fundaste la fortaleza, A causa de tus
enemigos, Para hacer callar al enemigo y al vengativo.
Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos,
La luna y las estrellas que tú formaste, Digo: ¿Qué es el hombre, para que
tengas de él memoria, Y el hijo del hombre, para que lo visites?...”