martes, 14 de agosto de 2012

REFLEXIÓN EN LAS ALTURAS


Sábado 11 de agosto de 2012. A la hora del ocaso, sobre un avión, en algún punto entre Punta Arenas y Puerto Montt.


Esto no está fácil de escribir (como muchas veces, ahora que lo pienso), pero debo hacer el intento. (Muchas cosas me resultan difíciles, más de lo que quienes me rodean se imaginan, pero he ido aprendiendo a afrontar mis limitaciones con esfuerzo y a ratos resignación).
La situación es más o menos la siguiente: anteayer me tocó exponer ante un numeroso auditorio de autoridades políticas acerca de un proyecto de ley relacionado con los temas en que trabajo. Fui presentado por un colega de manera bastante pomposa para mi gusto, como “Director Jurídico…, Profesor Universitario…, y una de las personas que más sabe…” bla, bla, bla. Comencé diciendo, para distender el ambiente: “la verdad es que yo no soy todo lo que dice este señor, y sencillamente trataré de llevar adelante en la mejor forma posible la exposición que nos convoca”. Algo así. Sin embargo, a la larga sirvieron las palabras iniciales del presentador, ya que hubo algunos asistentes que intentaron boicotear mi alocución, con lo que pude –además de argumentar-, recurrir a aquella falacia que normalmente denuncio en otros, el “argumento de autoridad”.

Pero quiero llegar a otra cosa.
En eventos como éste, al que asisten importantes autoridades de gobierno (una de las cuales duerme plácidamente en este instante a dos asientos del mío), puede uno darse cuenta de los procesos de “construcción de identidad” a partir del poder. Cómo, seres humanos más bien comunes y silvestres, que por diversos motivos han llegado a ocupar posiciones de poder, van internalizando el “cargo”, como una especie de segunda naturaleza.
Ahora bien, no estoy pensando en la caricatura del funcionario arrogante que menosprecia todo lo que no forme parte de su pequeño terruño de influencia, no! Incluso quienes se muestran afables y dispuestos al diálogo, en su gran mayoría tienen un sentimiento muy profundo de “ser diferentes”. Algo así como la versión contemporánea de los títulos nobiliarios. Es algo sutil pero notorio para cualquier observador que conozca un poco la naturaleza humana.
En mi caso, la conciencia siempre presente de nuestra naturaleza caída, de la depravación total de la raza humana, me hace notar con especial atención el autoengaño circundante (en el que milité por mucho tiempo, claro, y del que aún debo sacudirme cada cierto tiempo), la facilidad con que el ser humano cree ser “Muy Importante” (o “buenos”, en el caso de los religiosos que insisten en creer que tienen algún mérito).

Pero hay más.
Anoche, solo en el hotel “Los Navegantes” en Punta Arenas, escuché una vez más la entrevista hecha por Cristián Warnken a Roberto Bolaño en la Feria del Libro del año 1999. En ella, el bueno de Bolaño (primo hermano de mi amiga Alana, dicho sea de paso, pero esa es otra historia), reflexiona más o menos lo mismo que venía señalando más arriba, pero a propósito de los escritores. Bolaño, en una actitud que no puedo menos que elogiar y calificar de lúcida, se maravilla de que prácticamente todos quienes comparten con él el oficio de escritores, creen estar embarcados en una empresa portentosa. En circunstancias que se trata –según él- de una labor mísera. A Bolaño esto le parece evidente, pero mira a su alrededor y sólo ve sujetos convencidos de la absoluta magnanimidad de su labor de escritores.
Cito textual:
“…el oficio de escritor es un oficio bastante miserable, practicado por gente que está convencida de que es un oficio magnífico… hay en ello un equívoco bestial, y no sé cómo no se dan cuenta. El oficio de escribir es un oficio poblado de canallas, eso más o menos todo el mundo lo intuye, pero es que además está poblado de tontos, que no se dan cuenta de la fragilidad inmensa, de lo efímero que es lo que hacen… Yo puedo estar con 20 escritores de mi generación, y todos están convencidos de que son buenísimos, y de que van a perdurar. Eso, aparte de un acto de soberbia enorme, es de una ignorancia bestial”.

Al parecer el mismo fenómeno ocurre en diversos ámbitos.

Con todo esto flotando en mi ánimo como telón de fondo, se me ocurrió hace unos momentos escuchar en mi mp3 la “Suite Nº 3 en D Mayor” de Bach, y mirar por la ventanilla del avión las nubes bajo nosotros. Quien haya visto esa especie de infinita alfombra de algodón teñida de rojo por el sol del ocaso, podrá hacerse una idea del terremoto interno que me produjo.  Por un momento, pude exclamar con el salmista:
“¡Oh Jehová, Señor nuestro, Cuán glorioso es tu nombre en toda la tierra! Has puesto tu gloria sobre los cielos; De la boca de los niños y de los que maman, fundaste la fortaleza, A causa de tus enemigos, Para hacer callar al enemigo y al vengativo.
Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, La luna y las estrellas que tú formaste, Digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, Y el hijo del hombre, para que lo visites?...”