jueves, 10 de noviembre de 2011

Las mujeres de Adriano. (Héctor Aguilar Camín).

No es fácil hablar de este libro, ni de este autor en general. Alguna vez oí decir a Nicolás Vergara que esta es una de las tres mejores novelas que ha leído en su vida (lo cual no es poco decir tratándose de un periodista muy versado en literatura, rara avis en su gremio). Villegas sostuvo algo bastante cierto, aunque con su exageración de siempre: Héctor Aguilar escribe libros que terminan subrayados completos, llenos de frases para el bronce. Lo cierto es que cada dos o tres páginas, el autor aparece con párrafos perfectos, de esos que justifican la existencia de la literatura, y que escasean cada vez más en la prosa de nuestros nóveles escritores.
El libro describe las conversaciones que sostiene el erudito y septuagenario historiador mexicano Justo Adriano Alemán, con un joven discípulo, narrador de la novela. Más que conversaciones son monólogos, que el narrador y nosotros escuchamos con un interés creciente. Adriano confiesa a su joven amigo los amores del pasado, cinco mujeres, según él sólo cinco mujeres con las que ha ido compartiendo los años de su vida, y conforme el protagonista va saltando de flor en flor, Héctor Aguilar Camín nos habla del amor, de la personalidad de las mujeres y la fascinación que generan en los hombres, de la fidelidad y la infidelidad, de la pasión y su agotamiento, de la agradable rutina y del hastío.
La novela es un manual bastante certero acerca de la naturaleza de esa experiencia tan cotidiana y extraña a la vez: el encuentro entre un hombre y una mujer. Merece, claramente, ocupar un lugar entre aquellos libros indispensables que nos muestran nuestra naturaleza tal cual es, y que nos enseñan a querernos un poco más en nuestra condición de barro iluminado. Transcribiré solo algunas citas, de las muchas que hay en el texto: (La edición tenida a la vista es la de Alfaguara, 2001).




"Recuerdo ahora un discurso sobre la forma como la civilización nos había hecho más sensibles al sufrimiento y menos aptos para los hechos duros de la vida: la violencia, la injusticia, la muerte". (p. 11).

"Yo tenía dieciocho años cuando la conocí y ella dieciséis. Desde el primer día su mirada tuvo un manto de misterio: la promesa de una sabiduría oculta, la posibilidad de una entrega sin cortapisas". (p. 18).

"Lo digo ahora con claridad pero lo sentí mejor en aquel momento. La vida formula tarde lo que sabe temprano, necesita muchos años para decir lo que sintió en los primeros" (p. 24).

"Fue nuestra noche de mayor entendimiento, el entendimiento desencantado; también la de nuestra primera escisión, o al menos de la mía. Supimos esa tarde y esa noche quiénes éramos, quiénes habíamos querido ser, quiénes no podríamos ser en adelante". (p. 37).

"Me gusta este lugar -dijo al sentarse para la cuarta comida-. La penumbra, los sillones de cuero café, la madera oscura de las paredes, el barman que nos sirve como si nos consintiera. Me gusta ver por los ventanales a los niños jugando. Los niños que fuimos y que no podremos ser. ¿Sospecharán en su dicha sin sombra las sombras de su dicha?". (p. 43).

"En Ana había una naturalidad física que añadía transparencia y alegría al amor, aunque le quitara, lo entendí con el tiempo, perversión y misterio. La transparencia y la alegría eran mis necesidades entonces. Tenía urgencia de un amor abierto, sin las sombras de la clandestinidad de Carlota o el destino de amor irregular de Regina. Por una razón o la otra, con ambas era imposible constituir la pareja normal que yo buscaba, la pareja abierta, gozosa y rutinaria, quiero decir: gozosa de sus rutinas, rutinaria de sus goces". (p. 60).

"Algo vital en nosotros rechaza la paz, quiere la anormalidad, la transgresión, el riesgo. Quien mata ese espacio salvaje en su vida se mata un poco". (p. 63).

"La verdad tiende a ser inverosímil o insoportable -dijo Adriano." (p. 81).

"De pronto, tuve miedo de perderlo todo, y empecé a asegurar lo que quedaba sin asegurarme primero de que estuviera inseguro. El pecado de los inteligentes es pasarse de listos". (p. 110).

"Para ese momento estaba asustado con mis pérdidas, muerto de miedo, temblando en el rincón. Me preguntaba lo que se preguntan todos los que pierden algo: ¿por qué yo? ¿quién me acosa? Tardé años en darme la respuesta correcta: nadie te acosa sino tus errores pasados, te toca a tí porque les toca a todos; nadie está a salvo de la adversidad y todos somos víctimas de nosotros mismos, aunque no sea sino por el hecho de envejecer, que nos hace vulnerables y acerca paso a paso el momento de la debilidad final, la debilidad hacia la cual conspira cada minuto de nuestra vida, cada uno de nuestros actos. La juventud es igual al tamaño de la negación de la propia muerte. La vejez es igual al reconocimiento de su cercanía" (pp.121-122).